15.6.11

LA FRICHE II

Esta nota de FEDERICO FALCO (ver aparte) fue publicada en ocasión del estreno de esta pieza en el 2002. Lamentablemente, según opina la compañera, se trataba de una última función, la de la semana pda. Me quedé con ganas de volverla a ver. Y.B.

LA FRICHE SE FRICHULA
por Federico Falco

Pelo de concha tira más que yunta de bueyes, eso dice el refrán. Y seguramente es cierto. La gente de Fra Noi, algo parece decir al respecto en su nuevo espectáculo “La friche”. El término,
en perfecto dialecto friulano (los Fra Noi son de Colonia Caroya) significa, nada más y nada menos, que “la concha”. El nombre está bien puesto, puesto que el espectáculo, la vida y el mundo, -y no dudo en afirmarlo- gira en redondo, orbita alrededor de eso que es centro y fin, polo y eje, morada cotidiana y paisaje extraño: el órgano sexual femenino, más conocido como la vagina, la chuchi, la cajeta, el zorro, la tuna, el monoambiente, y un largo y eufemístico etcétera.

Voluble, estanca, apenas húmeda o decididamente mojada, según corresponda, la friche (la verdadera y carnal, y no la teatrera y escénica) estructura el mundo y mide el paso de las horas de los habitantes de ese mundo sin distinción, acaso, de generaciones, grupos sociales o etarios, gobiernos democráticos o dictatoriales, vacas flacas o vacas gordas. Ella reina, señorona y floripondia, sentada en su trono de entrepierna, aplaudiendo o rezumando, entre pelillo y pelillo, la cercana dulzura, la entrega decidida y el corcoveo expectorante de sus súbditos peneanos y masculinos. Y desde su íntima humedad de salmón rosado, grita órdenes y contraórdenes a los cuatro públicos vientos. –soberana despótica, después de todo, y caprichosa también (histérica)- haciendo marchar a paso decidido ordes de pinchilas enhiestas, tontas o dormidas, según el caso y el antes o después del acto.

Se esconde, usualmente, ella –esa vuelta más hacia adentro que tienen ellas, las fémines, y que hace la diferencia- bajo velos y vituallas, canesúes y pespuntes, visos y contrafaldas de tafetán, telilla, tafeta, o seda, o duro durex, cuando lo casto es necesario u obligatorio. Reina desde las sombras, el poder detrás del trono –una lady Macbeth cualquiera-. Pero también gobierno en el exilio, impublicables sus partes por ser impúdicas partes, eufemístico su nombre, esquivo su llamarlo, es de esas cosas, como en las mejores familias, de las que no se habla, a las que no se nombra y de las que no se hace ostentación. Lo prohibido, ahí, tan cerca, tan al alcance de una mano remolona y longideda, juguetona hasta el tintineo, la mano, o, tal vez, descarada y subrepticia, profunda con desvergüenza, la mano, que se entromete en un descuido para después ser trofeo y anécdota de los muchachones de la esquina. La concha censurada, en fin. Acallada, amordazada, negada, la concha. La concha y el paria, lindo nombre para un cuento de Borges.

El carnaval es la venganza y el desquite del soporífero resto del año–eso lo saben los de “La Friche”- y las cajetas salen de paseo, montadas en carrozas, descaradamente en vidriera: con una inversión de agujeros, el zorro al aire y la jeta oculta. Con la impunidad que no dan las sombras, sino el antifaz, el cuerpo es puesto en escena, en la calle, en los boulevares, en las esquinas, en pleno baile. Y todo vale, entonces. Violentadas las barbas de ballena de los corsets, olvidados los trapos ocultativos, se danza y se baila a lo bruto, desdeñando el recato y el monismo. Y se alardea con lo que usualmente se niega. Pitos coronados de rey momo, eyaculan espuma de carnaval, y se pasean londos y morondos, escarbando en descocadas cajetas, husmeando los olores y prometiendo destrezas. El cuerpo masculino se arquea y la pelvis, adelante, muestra colgando –lo señalan las manos, haciendo aspavientos, y le rinden tributos las palmas abiertas- al rey de reyes. Se zangolotea, el estúpido, mustio y semidormido, ajeno a la propaganda que el propio dueño le hace. Y del otro lado del sexo (del sexo como género, que en el contexto, la polisemia engaña) digo, del otro lado, en las filas contrarias –o complementarias- , los usualmente tímidos y sonrosados labios femeninos, ríen a carcajada plena, mostrando (no son fauces, sino poltronas) sus comodidades al que los penetre.

Los recatos exigidos –las sonrisas simuladas, las miraditas de ojos, los besos tirados a escondidas y a la distancia- por uno dos o tres días de carnaval son dejados de lado y quedan inútiles y olvidados, en un rincón, igual que los disfraces liberadores que uno dos o tres días después, serán también desechos. Recobrados los primeros y restituidos todos al juego de decoros y de apariencias, se seguirá la vida. Pero, mientras tanto, (cito a Filloy) “los penes hacen piruetas, debajo los pantalones” se encabritan y arremeten, piafan, y enloquecen a las conchas liberadas y anhelantes. Detrás, no muy lejos, de las luces de carnaval, en los baldíos, en los jardines, en alguna calle lateral se divierten los antes pudorosos, descerrajados los preceptos del catecismo... si hasta algún cura se suma -a la osadía- y riega con su báculo a anhelantes feligresas. Y no es agua bendita, no.

El mamarracho se divierte, travestido, y explora y acomete, -que le ha quedado la sangre en el ojo y esa no la deja pasar- contra los modismos y las formas de esa otra diferente: la mujer. Son burdos los disfraces pero contemplan lo real, y se copia el andar, el falso recato y la mojigatería. Histeriquea el hombre, vestido de mujer, solo para denunciar, lo histérica que la mujer es. Y entre machos se divierte, -y divierte a la concurrencia- con el morcilleo y lo chabacano. Se dejan sobar los zoquetes enrollados que hacen de tetas y manosear los mullidos culos de almohadones, en expresa revelación de lo difícil que es, en los zaguanes, o en las sombras del resto del año, a ellas, -las que se hacen las difíciles- meterles mano. Pero de nuevo, todo, ronda, redonda, alrededor del agujero redondo. De ella, el agujero.

Materia rica, materia bruta, los Fra Noi la toman, la modelan, la limpian, y de las calles -ese escenario donde estamos todos y todos somos escena, escenario, y escenificados- la ponen en el otro escenario: ellos de aquel lado, nosotros de este. Platea vs tablado. Cinco conchas en escena, que se disfrazan de mamarrachos pitudos, disfrazados –esos mamarrachos- de conchas remisas, tímidas, traicioneras. Como si las mujeres verdaderas tomaran venganza de la burla, pero también se rieran de esas mujeres originales que los mamarrachos copian. Y en el juego de riquezas, disfraz, sobre disfraz, sobre disfraz, el cuerpo se acompleja, se engorda de capas de ropa, se oculta el sexo se oculta -¿y, escondido, se libera?- Por eso al final, cuando las máscaras de tela caen y queda el rostro, mirando, -límpida, pura, serena la mirada- de frente a su público (nosotros) impresiona la ternura, y se reinterpreta la picardía. Para el mamarracho, todo ha sido un juego: la burla, el manoseo, tal vez hasta la borrachera. Para ellas, las actrices, no. No han jugado –y, no se malinterprete, tampoco es denuncia- ellas han reencarnado a los muertos, han revivido las raíces, han hecho real las anécdotas que se cuentan en las sobremesas de las cenas familiares o que se recuerdan de la lejana –cada vez mas lejana ¡traidora!- infancia. En escena se homenajea a lo que acabó (y que no haya sido afuera, ojalá que adentro, profundo haya sido, y preñe).

Como todo, los corsos ya no son lo que eran y los mamarrachos escenificados no remiten a los del último febrero. Tienen la picardía y el esmero, las características y las costumbres de los mamarrachos del tiempo de los abuelos. Raro eso. A los ancestros, el mismo paso de los años y el guadal acumulado sobre los féretros, les dan un tinte broncilíneo, heroico. Eran, próceres, eran. Las mujeres –las friches- de la familia, se encargan de hacer correr, de generación en generación, el relato de aquellos que nos enraizan a esta tierra y, acostumbradas al lustre y al trapo de piso, filtran de impurezas, con cada contada, esas vidas -que, como todas, deben haber tenido lo suyo- hasta dejarlas increíbles de tan puras y angélicas. Del nonno venido de Italia se recuerda la proeza, la valentía –dos lágrimas, sólo dos, corrieron, una en cada mejilla, al zarpar el barco y abandonar la familia-. La abnegación se recuerda, el trabajo se recuerda.... lo mucho que hicieron... (lo poco que hacemos) Las largas jornadas -¿alargadas en el relato?- de espalda maltrecha, acuclillado en la tierra, plantar, carpir, cosechar hasta forjar la fortuna.
Representarlos alejados de lo políticamente correcto, sexuados los nonnos, chupandines los viejos, rapidonas las mares, divertidos y corporales, todos, tal vez ofenda alguna buena conciencia, pero los revive. Que es más fácil sentirse heredero de un eyaculador precoz, de un pajero obseso, de un borrachín desvergonzado... que de esos impolutos, correctos y abnegados antepasados que las historiadoras de la familia se empeñan en enchufarnos. Y ahí están, los mamarrachos, en el escenario, para mostrarnos de qué, en el fondo y para atrás, estamos hechos.

Se ríen, los Fra Noy, pero con risa tierna, de las costumbres que nos hicieron lo que somos. Y sobre el escenario, se pueden encontrar las características que sólo la sangre da –friulanos, piamonteses, no es tanta la diferencia- amarrocan algunos, nada se tira porque todo sirve, cacarean las mujeres, reunidas en congregación gallinácea de chismorroteo y chusmerío, trabajan y el trabajo marca hasta los festejos: tres son las princesas postuladas a reina, la del salame casero, la de la cooperativa de servicios públicos, la del sulfato. Cada situación remite a la vida y las sociedades de esos pueblos gringos y perdidos en la pampa. Pueblos nuestros, aunque se huya de ellos. Entonces, se burlan, los Fra Noi, de ellos mismos, de los batones, de los ruleros, de las gorras, de los comentarios sobre el clima y la cosecha, de la entronización del salame, del bolso de las compras, de la máquina de los embutidos, de la damajuana de vino, Pelo de concha tira más que yunta de bueyes, eso dice el refrán. Y seguramente es cierto. La gente de Fra Noi, algo parece decir al respecto en su nuevo espectáculo “La friche”. El término, en perfecto dialecto friulano (los Fra Noi son de Colonia Caroya) significa, nada más y nada menos, que “la concha”. El nombre está bien puesto, puesto que el espectáculo, la vida y el mundo, -y no dudo en afirmarlo- gira en redondo, orbita alrededor de eso que es centro y fin, polo y eje, morada cotidiana y paisaje extraño: el órgano sexual femenino, más conocido como la vagina, la chuchi, la cajeta, el zorro, la tuna, el monoambiente, y un largo y eufemístico etcétera.

Voluble, estanca, apenas húmeda o decididamente mojada, según corresponda, la friche (la verdadera y carnal, y no la teatrera y escénica) estructura el mundo y mide el paso de las horas de los habitantes de ese mundo sin distinción, acaso, de generaciones, grupos sociales o etarios, gobiernos democráticos o dictatoriales, vacas flacas o vacas gordas. Ella reina, señorona y floripondia, sentada en su trono de entrepierna, aplaudiendo o rezumando, entre pelillo y pelillo, la cercana dulzura, la entrega decidida y el corcoveo expectorante de sus súbditos peneanos y masculinos. Y desde su íntima humedad de salmón rosado, grita órdenes y contraórdenes a los cuatro públicos vientos. –soberana despótica, después de todo, y caprichosa también (histérica)- haciendo marchar a paso decidido ordes de pinchilas enhiestas, tontas o dormidas, según el caso y el antes o después del acto.

Se esconde, usualmente, ella –esa vuelta más hacia adentro que tienen ellas, las fémines, y que hace la diferencia- bajo velos y vituallas, canesúes y pespuntes, visos y contrafaldas de tafetán, telilla, tafeta, o seda, o duro durex, cuando lo casto es necesario u obligatorio. Reina desde las sombras, el poder detrás del trono –una lady Macbeth cualquiera-. Pero también gobierno en el exilio, impublicables sus partes por ser impúdicas partes, eufemístico su nombre, esquivo su llamarlo, es de esas cosas, como en las mejores familias, de las que no se habla, a las que no se nombra y de las que no se hace ostentación. Lo prohibido, ahí, tan cerca, tan al alcance de una mano remolona y longideda, juguetona hasta el tintineo, la mano, o, tal vez, descarada y subrepticia, profunda con desvergüenza, la mano, que se entromete en un descuido para después ser trofeo y anécdota de los muchachones de la esquina. La concha censurada, en fin. Acallada, amordazada, negada, la concha. La concha y el paria, lindo nombre para un cuento de Borges.

El carnaval es la venganza y el desquite del soporífero resto del año–eso lo saben los de “La Friche”- y las cajetas salen de paseo, montadas en carrozas, descaradamente en vidriera: con una inversión de agujeros, el zorro al aire y la jeta oculta. Con la impunidad que no dan las sombras, sino el antifaz, el cuerpo es puesto en escena, en la calle, en los boulevares, en las esquinas, en pleno baile. Y todo vale, entonces. Violentadas las barbas de ballena de los corsets, olvidados los trapos ocultativos, se danza y se baila a lo bruto, desdeñando el recato y el monismo. Y se alardea con lo que usualmente se niega. Pitos coronados de rey momo, eyaculan espuma de carnaval, y se pasean londos y morondos, escarbando en descocadas cajetas, husmeando los olores y prometiendo destrezas. El cuerpo masculino se arquea y la pelvis, adelante, muestra colgando –lo señalan las manos, haciendo aspavientos, y le rinden tributos las palmas abiertas- al rey de reyes. Se zangolotea, el estúpido, mustio y semidormido, ajeno a la propaganda que el propio dueño le hace. Y del otro lado del sexo (del sexo como género, que en el contexto, la polisemia engaña) digo, del otro lado, en las filas contrarias –o complementarias- , los usualmente tímidos y sonrosados labios femeninos, ríen a carcajada plena, mostrando (no son fauces, sino poltronas) sus comodidades al que los penetre.

Los recatos exigidos –las sonrisas simuladas, las miraditas de ojos, los besos tirados a escondidas y a la distancia- por uno dos o tres días de carnaval son dejados de lado y quedan inútiles y olvidados, en un rincón, igual que los disfraces liberadores que uno dos o tres días después, serán también desechos. Recobrados los primeros y restituidos todos al juego de decoros y de apariencias, se seguirá la vida. Pero, mientras tanto, (cito a Filloy) “los penes hacen piruetas, debajo los pantalones” se encabritan y arremeten, piafan, y enloquecen a las conchas liberadas y anhelantes. Detrás, no muy lejos, de las luces de carnaval, en los baldíos, en los jardines, en alguna calle lateral se divierten los antes pudorosos, descerrajados los preceptos del catecismo... si hasta algún cura se suma -a la osadía- y riega con su báculo a anhelantes feligresas. Y no es agua bendita, no.

El mamarracho se divierte, travestido, y explora y acomete, -que le ha quedado la sangre en el ojo y esa no la deja pasar- contra los modismos y las formas de esa otra diferente: la mujer. Son burdos los disfraces pero contemplan lo real, y se copia el andar, el falso recato y la mojigatería. Histeriquea el hombre, vestido de mujer, solo para denunciar, lo histérica que la mujer es. Y entre machos se divierte, -y divierte a la concurrencia- con el morcilleo y lo chabacano. Se dejan sobar los zoquetes enrollados que hacen de tetas y manosear los mullidos culos de almohadones, en expresa revelación de lo difícil que es, en los zaguanes, o en las sombras del resto del año, a ellas, -las que se hacen las difíciles- meterles mano. Pero de nuevo, todo, ronda, redonda, alrededor del agujero redondo. De ella, el agujero.

Materia rica, materia bruta, los Fra Noi la toman, la modelan, la limpian, y de las calles -ese escenario donde estamos todos y todos somos escena, escenario, y escenificados- la ponen en el otro escenario: ellos de aquel lado, nosotros de este. Platea vs tablado. Cinco conchas en escena, que se disfrazan de mamarrachos pitudos, disfrazados –esos mamarrachos- de conchas remisas, tímidas, traicioneras. Como si las mujeres verdaderas tomaran venganza de la burla, pero también se rieran de esas mujeres originales que los mamarrachos copian. Y en el juego de riquezas, disfraz, sobre disfraz, sobre disfraz, el cuerpo se acompleja, se engorda de capas de ropa, se oculta el sexo se oculta -¿y, escondido, se libera?- Por eso al final, cuando las máscaras de tela caen y queda el rostro, mirando, -límpida, pura, serena la mirada- de frente a su público (nosotros) impresiona la ternura, y se reinterpreta la picardía. Para el mamarracho, todo ha sido un juego: la burla, el manoseo, tal vez hasta la borrachera. Para ellas, las actrices, no. No han jugado –y, no se malinterprete, tampoco es denuncia- ellas han reencarnado a los muertos, han revivido las raíces, han hecho real las anécdotas que se cuentan en las sobremesas de las cenas familiares o que se recuerdan de la lejana –cada vez mas lejana ¡traidora!- infancia. En escena se homenajea a lo que acabó (y que no haya sido afuera, ojalá que adentro, profundo haya sido, y preñe).

Como todo, los corsos ya no son lo que eran y los mamarrachos escenificados no remiten a los del último febrero. Tienen la picardía y el esmero, las características y las costumbres de los mamarrachos del tiempo de los abuelos. Raro eso. A los ancestros, el mismo paso de los años y el guadal acumulado sobre los féretros, les dan un tinte broncilíneo, heroico. Eran, próceres, eran. Las mujeres –las friches- de la familia, se encargan de hacer correr, de generación en generación, el relato de aquellos que nos enraizan a esta tierra y, acostumbradas al lustre y al trapo de piso, filtran de impurezas, con cada contada, esas vidas -que, como todas, deben haber tenido lo suyo- hasta dejarlas increíbles de tan puras y angélicas. Del nonno venido de Italia se recuerda la proeza, la valentía –dos lágrimas, sólo dos, corrieron, una en cada mejilla, al zarpar el barco y abandonar la familia-. La abnegación se recuerda, el trabajo se recuerda.... lo mucho que hicieron... (lo poco que hacemos) Las largas jornadas -¿alargadas en el relato?- de espalda maltrecha, acuclillado en la tierra, plantar, carpir, cosechar hasta forjar la fortuna.
Representarlos alejados de lo políticamente correcto, sexuados los nonnos, chupandines los viejos, rapidonas las mares, divertidos y corporales, todos, tal vez ofenda alguna buena conciencia, pero los revive. Que es más fácil sentirse heredero de un eyaculador precoz, de un pajero obseso, de un borrachín desvergonzado... que de esos impolutos, correctos y abnegados antepasados que las historiadoras de la familia se empeñan en enchufarnos. Y ahí están, los mamarrachos, en el escenario, para mostrarnos de qué, en el fondo y para atrás, estamos hechos.

Se ríen, los Fra Noy, pero con risa tierna, de las costumbres que nos hicieron lo que somos. Y sobre el escenario, se pueden encontrar las características que sólo la sangre da –friulanos, piamonteses, no es tanta la diferencia- amarrocan algunos, nada se tira porque todo sirve, cacarean las mujeres, reunidas en congregación gallinácea de chismorroteo y chusmerío, trabajan y el trabajo marca hasta los festejos: tres son las princesas postuladas a reina, la del salame casero, la de la cooperativa de servicios públicos, la del sulfato. Cada situación remite a la vida y las sociedades de esos pueblos gringos y perdidos en la pampa. Pueblos nuestros, aunque se huya de ellos. Entonces, se burlan, los Fra Noi, de ellos mismos, de los batones, de los ruleros, de las gorras, de los comentarios sobre el clima y la cosecha, de la entronización del salame, del bolso de las compras, de la máquina de los embutidos, de la damajuana de vino, del partido de bochas después del asado. Cosas que, a veces uno oculta, mostradas ahí, tal como son, tal como somos.
Y el gran final, con el mamarracho coronado de luces, estampa total de la pirámide social del pueblo –las luces han sido donadas por el gerente de la cooperativa- hombre divertido y juguetón –el mamarracho, que el gerente eso no lo haría, siempre ha sido y será cogotudo y lomonegro-, embretado –el mamarracho- en incómoda bikini, riéndose, entronado en carroza como reina del trasviste y de la fiesta, mientras la sala va quedando a oscuras y sólo brillan, tenues e intermitentes, sobre su testa, las lucesitas que testifican su poderío. Y todo, en un fin de fiesta, va quedando en silencio. Mañana, abandonada la máscara, volverá a ser uno más del pueblo.

(Y la friche, secreta, escondida, seguirá siendo el centro de todo. Dios proveerá, ¡mentira! Si hasta las tiras de chorizo son paridas por una vagina, los Fra Noi lo testifican)
 del partido de bochas después del asado. Cosas que, a veces uno oculta, mostradas ahí, tal como son, tal como somos.
Y el gran final, con el mamarracho coronado de luces, estampa total de la pirámide social del pueblo –las luces han sido donadas por el gerente de la cooperativa- hombre divertido y juguetón –el mamarracho, que el gerente eso no lo haría, siempre ha sido y será cogotudo y lomonegro-, embretado –el mamarracho- en incómoda bikini, riéndose, entronado en carroza como reina del trasviste y de la fiesta, mientras la sala va quedando a oscuras y sólo brillan, tenues e intermitentes, sobre su testa, las lucesitas que testifican su poderío. Y todo, en un fin de fiesta, va quedando en silencio. Mañana, abandonada la máscara, volverá a ser uno más del pueblo.

(Y la friche, secreta, escondida, seguirá siendo el centro de todo. Dios proveerá, ¡mentira! Si hasta las tiras de chorizo son paridas por una vagina, los Fra Noi lo testifican)


  federata.com.ar - Año 1 . Nº 7 - 2002.
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